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Inocente Navidad

El sol del primer día de Diciembre despertaba a Luisito, quien emocionado salía de su cama más temprano de lo habitual. Eran ese mes y el día de su cumpleaños los momentos del calendario que más esperaba. La razón tenía sentido, el nacimiento del niño Jesús y los regalos que traía a todos aquellos pequeños que obedecieron a sus padres y lograron buenas calificaciones. Él estaba en la lista.


Era la navidad en el pueblo andino olvidado un momento de recordar lo vivido, de hacer un paréntesis y dar gracias por seguir vivos. Unos creían necesario asistir a todos los actos religiosos para agradecer a Dios “un año más de vida”. Otros encontraban en el alcohol un acompañante socializador para remembrar entre amigos lo difícil y lo bueno, las risas y lágrimas, descanso y trabajo. Cualquiera fuera la decisión, era el único mes donde la alegría se convertía en cuerpo y su aroma y presencia adornaban las calles del lugar.

Como muchos niños, Luisito hizo la carta al niño Jesús dando gracias. Él quería recibir una bicicleta, pero su madre, una mujer que entendía las necesidades del otro y aseguraba conocer al que iba a nacer le pidió que cambiara de opinión. “Cariño, el niño Jesús tiene que darle regalos a todos los pequeños del mundo, lo que le pides está muy caro, piensa en la felicidad de todos. ¿Por qué no le pides el carro que vimos en la tienda de Don Pancho? Tocada la fibra emocional del niño, éste terminó aceptando, aunque por dentro su alma lloraba no recibir lo que esperaba. Su madre le anunció que lo llamaba su compañero de juegos, salió corriendo sin decir a dónde iba.

Luisito fue el último en llegar al sitio elegido para la reunión secreta. Seis niños tenían un plan para conocer por primera vez al ídolo de sus vidas, la estrella que admiraban, el niño más rico y poderoso del mundo. Querían hablar con él, preguntarle cómo hacía para visitar todas las casas del mundo. Si quedaba tiempo tomarse una foto e iniciar una larga amistad. Los puntos fueron expuestos, el problema era que el niño Jesús era muy veloz, no podían quedarse dormidos, buscarlo en otra casa era una  idea infundida por los padres que no rendía frutos. Todos aceptaron el reto.

Era víspera de navidad, los habitantes del pueblo andino olvidado adornaban sus casas con flores, muñecos plásticos de nieve y luces de colores. Los pesebres y el árbol de navidad eran los que se robaban las miradas en cada hogar. Las vestimentas de los hogares fueron remozadas, dando un aspecto de grandeza a cada calle, que terminarían con paredes sucias y llenas de barro cuando comenzara el invierno. La hallaca, un exótico plato venezolano estaría en el centro de la mesa, junto al pan de jamón, el pernil, y la ensalada de gallina. A Luisito se le hacía agua la boca con tan sólo ver la que comería en medianoche, el único día donde sus padres no escatimarían en gastos con el firme propósito de seguir la tradición.

Los mayores del hogar se vestían tarde, los más pequeños temprano. Con una camisa y un pantalón negro que habían comprado sus padres para la ocasión salió el niño por las calles del lugar lanzando tiros que espantaban a los perros callejeros, moviendo de un lado a otro una varita que por arte de magia traía a las estrellas calientes de ese cielo oscuro. Llegó a su casa empapado de sudor, a escondidas se limpió y con impaciencia esperaría el momento para hablar con el niño salvador.

El sueño jugaba en su contra, eran las once de la noche y el niño no podía con más. Quería dormir como lo hacía en un día normal. Su padre algo pasado de tragos le dio consejos para la vida. “Nunca robes, no seas chismoso, sé caballeroso y trata de no enamorarte mucho” eran las palabras de un hombre conocido por aparecer en diferentes esquinas al mismo tiempo para cumplir con decenas de enamoradas en una juventud perdida, la leyenda quedaría en el recuerdo, como esas palabras que después de viejo Luisito seguiría recordando con precisión.

Faltaban diez minutos para las doces y el plan de los niños entraba en marcha. El niño se echó agua en los ojos para burlar a Morfeo, mientras su madre le decía que diera una vuelta. “El niño Jesús llega primero a la casa de doña Elba” dijo la mujer que terminó sorprendida por la negativa de Luisito. Para los padres los minutos iban a velocidad, para él a pasos de caracol. Al final obedeció (o eso creía ella) las sabias palabras de su madre y marchó del hogar al buscar al ídolo de su niñez, el único que siendo un desconocido a medias cumplía sus deseos.

Al salir del hogar los fuegos artificiales explotaban con firmeza en los oídos de Luisito, quedando fascinado con la gama de colores y estallidos que el cielo recibía. Una de las pocas veces donde los lugares más tristes se iluminaban y era gratis observar el cielo sin pasar como el enamorado o tonto del lugar. Reaccionó y recordó que la bullaranga era la señal para que el niño Jesús fuera de casa en casa a llevar regalos. No fue a la casa de doña Elba, saltó por una ventana de su hogar y entró a la casa por la parte de atrás. Cuando llegó vio como en el pesebre las manos benditas llenas de amor colocaban su regalo. Quedó sorprendido, algo desilusionado y un poco emocionado.


Más tarde los pequeños detectives se reunieron para mostrar sus inquietudes. La confusión era la reina de la escena. Al final todos por mayoría decidieron aceptar que el Niño Jesús se transformó en sus padres para no ser reconocido. Algunos aceptaron traer mejores calificaciones, otros obedecer con mayor intensidad, a ver si entonces en todo su esplendor se presentaba el hijo de José y María en su cuerpo original, envuelto en pañal y con una sonrisa de caridad, la de aquella imagen que impactó a Luisito del pesebre  de la iglesia del pueblo andino olvidado.

Comentarios

  1. Saludos, muy bueno tu relato. Me gustó mucho el final pues los niños siguieron con su inocencia y sus creencias intactas. Éxitos y bendiciones!

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    1. Muchas gracias Mery, me alegra que te guste. Saludos y abrazos.

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  2. Es un gran relato, de buenas lineas... felicitaciones.

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