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El Cibercafé


 Los habitantes del pueblo andino olvidado acostumbraban a pasar sus ratos de ocio en la plaza del lugar o bañándose en el río de la localidad, que para ese entonces aún tenía fama de ser limpio. Un domingo en la tarde era precedido por un juego de Bingo, los bendecidos por la suerte salían ganando una suma de dinero que no esperaban tener para ese entonces. Los que no contaban con la misma suerte, podían dar una vuelta por las calles en compañía de amigos y conocidos.

El buscar información se tornaba tediosa, las bibliotecarias recibían con una sonrisa de bienvenida a los visitantes. El olor a hoja podrida y los gritos de personajes atrapados en algunas cajas de embalaje contrastaban con el ventilador que giraba lentamente en el techo, y que al parecer debía refrescar el lugar. Una biblioteca que tenía apariencia a un cuarto de niño que a un santuario de la imaginación.


La Iglesia era el encuentro de penitentes y no tantos. Un lugar de oración, de armonía y bendición. También era el sitio perfecto para saber todo lo que había ocurrido en cada calle y ventanal del pueblo. Algunas personas servían de “fashonistas”  -Término que no era conocido en ese entonces- para elegir a las mejores y peores vestidas, la primera elección siempre se basaba por asuntos de sangre o amistad, por nada más.

Cuando un hombre que venía de la Capital trajo unos nuevos aparatos muchos rieron a carcajadas. Él aseguraba que su producto sería capaz de revolucionar la manera en que veían al mundo. Lo llamaba computador y venía con algo llamado internet. Los dos términos no eran desconocidos para algunos jóvenes que en vacaciones viajaron a distintas ciudades del país. Sólo un “visionario” aceptó el reto, compró siete computadoras y acondicionó un pequeño espacio de su casa. Por recomendación del caraqueño lo llamó “Cibercafé” prometiéndole que sería un lugar donde personas de distintas clases y edades llegarían a usar su producto. Una peluquería moderna.

El día de la inauguración Alberto usó la misma ropa que cuando recibió su título de ingeniero. Refrescó el ambiente con esencias de canela, capaces de relajar los sentidos con sólo un suspiro. Preparó algunos caramelos para los primeros visitantes, e incluso tenía unas palabras de bienvenida que había copiado en una hoja que rompió de su cuaderno de notas. Nadie llegó esa tarde, pensó que los panfletos no eran lo suficientemente llamativos, se sintió decepcionado. Esperaba que el próximo día fuera distinto, era quince, un día de pago salarial.

Los días fueron pasando y nadie se asomaba por el cibercafé, ni la sombra de la burla, mucho menos la de gloria. Cinco días después un intenso sol hizo que una maestra pasara a tomarse un café. Su sorpresa era de esperar, el sitio no vendía bebidas energéticas, mucho menos ese rubro del que su pueblo era productor. Alberto ya frustrado intentó persuadir a la docente de las bondades de su adquisición. Como faltaban algunas horas para que la camioneta que la llevaba a su hogar pasara por la parada la mujer decidió aceptar la idea del vendedor. Más por compasión que por gusto, en todo el pueblo se hacía eco del fracaso de Alberto. Jugó a las cartas, algunas minas explotaban en su cara, e incluso se sentía en un casino cuando los dados eran lanzados en la increíble máquina. Le dio tiempo suficiente para sacar unas cuentas en la calculadora que poseía la computadora. Incluso al adentrarse por ese internet sobrino del morrocoy consiguió información valiosa que no tenían a la mano en la biblioteca del puedo andino olvidado. Se sintió triste cuando la máquina cerró su brillo e ingenio al llegar la hora. Pagó al dueño y le aseguró que sería una de las portavoces para que ese lugar se llenara de gente. Los primeros mil bolívares (un dólar para ese tiempo) que recibió Alberto eran presagio de buena suerte. Lo levantó por encima de su cabeza y agradeció a su Dios, el único que entendía sus preocupaciones.

El siguiente día algunos estudiantes curiosos llegaron preguntando por él. La docente ordenó a sus alumnos utilizar el internet para investigar algunos conceptos necesarios para su “crecimiento académico”. Todos se opusieron, pero al decir que era mejor que estar en la biblioteca ninguno dudó en ir al nuevo lugar. Los adolescentes consumieron dos horas cada uno, de la cual más de la mitad fue otorgada para jugar en el computador. Prometieron venir y regar la voz. Luego de eso, Alberto pidió perdón por maldecir en reiteradas ocasiones al capitalino que lo incitó a adentrarse a las nuevas tecnologías.

Y los meses fueron pasando, poco a poco el lugar se fue llenando. Las siete máquinas con las que disponía Alberto se fueron quedando pequeñas ante la gran demanda que tenía el cibercafé en el pueblo andino olvidado. Personas de pueblitos más lejanos llegaban a buscar sus servicios. Cuando el gobierno de la nación vio necesario subir todos sus documentos, archivos y peticiones a la red, centenares de personas pasaban a la semana a formular registros, ingresar número de cuentas y obtener citas para casos judiciales e incluso pasaportes. Era toda una revolución, el capitalino tenía fama de ser un mago. Convirtió al pueblo andino olvidado en un lugar abierto a las nuevas tecnologías, lugar de peregrinaje para acceder a esa nueva autopista imaginaria de la información.

El correo electrónico se fue masificando en el lugar. Lo que parecía ser un atributo de los grandes ejecutivos se fue masificando hasta llegar a las mentes más sencillas e ingenuas de este mundo. Algunos correos llevaban en cada letra los sueños frustrados de muchos de sus dueños. La_princesa_ariana, la_bebé_32, Maradona_pelé_23 y muchos otros adornaban los cuadernos de los adolescentes y jóvenes que conseguían en el internet una salvación de la diversión arcaica de su pueblo. La plaza comenzaba a estar sola, el bingo fue relegado a señoras y el querer salir de clases rápido significaba llegar antes al sitio y conseguir una  máquina disponible.

Un hecho increíble ocurrió en ese pequeño pueblo, cuando una de sus hijas recibió matrimonio en el lugar. Detrás de la pantalla, un mexicano ofrecía votos perpetuos a una mujer que no tuvo suerte en el amor. Gracias al cibercafé de Alberto terminó aceptando, los presentes hicieron una algarabía y prendieron una fiesta, donde la futura novia lloraba. Tres semanas después marchaba a México. Regresaba una vez al año, en navidad, para recordar cómo fue su paso por estas tierras hasta llegar al Imperio azteca.

Algunas señoras piadosas que ya no podían recorrer el largo trecho hasta la Iglesia del pueblo, decidían escuchar la misa a través de un computador. Utilizaban el mismo rito, sólo que no podían comulgar. “Yo comulgo en mi corazón” le decía la señora a Alberto, quien no permitía gritos los domingos en la mañana. Luego de culminar el rito, la mujer marchaba lanzando bendiciones por el lugar y estampando un beso de afecto y agradecimiento en su frente. “El pueblo andino olvidado será otro después de esto” le dijo, marchando en compañía de su nieta que hacía el trabajo de guía en el intrincado mundo de la web.

Tener amigos de otras partes del mundo era casi imposible para los habitantes del lugar, sólo un puñado los tenía, no eran seres masificados para todos. El correo electrónico inició una revolución en el tema. Colombianos, mexicanos, argentinos, chilenos, españoles y hasta anglosajones ya sabían que existían personas en un lugar llamado pueblo andino olvidado. Algunos inocentes padres  exhibían los amigos de sus hijos en distintas reuniones sociales.

-Mi hija tiene una amiga de España y muchos compañeros de Colombia-decía un padre con el pecho erguido.
-¿Enserio? Mi hijo tiene amigos En Colombia, México, Argentina, Brasil, Estados Unidos, España, Grecia y Klatandú – respondía otro padre muy seguro de sus palabras.
-¿Klatandú?
-Sí, ¿No sabías? Es un país cercano a China… ¡Hablan español!

Los cibercafé se expandieron de una manera considerable. Existían siete distribuidos en distintas calles del lugar. La llegada del Facebook significó un cambio de posturas y rompimientos de paradigmas. Las conversaciones en la plaza fueron dejadas a un segundo término. Para todos fue un motivo de fiesta local la incorporación del pueblo andino olvidado a los mapas GPS, y la llegada del Youtube puso a aquellas doñas a llorar tras la máquina al ver sus telenovelas de antaño y los jóvenes a saber cuáles eran los temas más sonados del momento.

Los cibercafé comenzaron una decaída económica de la cual no han podido levantarse. La masificación del internet, las posibilidades de que cada familia cuente con uno o más equipos en cada hogar y la llegada de los teléfonos inteligentes hicieron estragos en las cuentas bancarias de sus dueños. Alberto sabía que esto podía suceder y diversificó su negocio, no todos corrieron con la misma suerte. En estos momentos sólo existe un cibercafé en el pueblo andino olvidado, más por tradición y costumbre que por ingresos altos.


Los tiempos van pasando, pero muchos no olvidan aquellos días cuando llegaron al cibercafé de Alberto buscando café y consiguieron internet. El lugar que recibió a distintos grupos de personas. Esa cajita mágica hizo del lugar un aeropuerto de la información, como miles que existían en tiempos cortos. Abrieron un mundo de luces, y muchos lo utilizaron de muy buena manera, otros no. Lo cierto es que en las cuatro paredes de ese lugar se tejieron gran cantidad de historias de amor, de tristeza, de luchas, de curiosidades, de preguntas respondidas. Historias que aún permanecen en la cabeza de lo que por mil bolívares conocieron un mundo nuevo, uno donde el pueblo andino olvidado era parte. El lugar donde los problemas de la cotidianidad se esfumaban para dar paso al ingenio y fantasía de sus pobladores más curiosos.

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